Dientes Malos

Dientes Malos

By Daisy Hernandez Nov 30, 2006

Las caries venían de familia como el pelo oscuro y la cerveza. Nadie, ni mi padre, ni mi madre ni mi tía, tenía sus propios dientes. Tenían cajas, dientes amarillos que ellos sacaron de noche y que verternon en vasos de plástico con agua tibia. Se sacaban sus dientes después de las noticas de las 11, cuando ya no había más para decir y la piel alrededor de sus bocas se podía arollar en si misma.

Las dentaduras ocurrían a la gente que vivía en New Jersey. Si hubieramos vivido en Colombia o, peor, en Cuba, decía mi madre, no más hubieramos tenido huecos en nuestras bocas. Por todo el tiempo que ella y Papi podían recordar, nadie en nuestra familia había guardado sus dientes. Nadie tenía el dinero por ese tipo de cosas, así que los dientes se desaparecían, sus partidas marcadas por acontecimientos más urgentes. En Colombia, la abuela de Mami empezó a perder sus dientes cuando dió a luz a su séptimo bebé, otra hembra. En Cuba, los deintes del hermano de Papi se cayeron durante la Revolución. (—Así era el miedo que teníamos entonces, —bromeaba mi padre.)

La cosa con la pérdida de dientes es que se iban despacio, normalmente uno a la vez. Mi madre dijo que era similar a cuando te partía el corazón. No ocurría todo a la vez.

Fotos de bocas vacías llegaban en sobres de correo aéreo desde Cuba y Colombia. Las mujeres y los hombres, tíos y tías y más primos de lo que yo podía contar, todos sonreían ampliamente a la cámera, pero yo lo podía ver cuando mi madre inclinaba la foto a la luz—los huecos pequeñitos y oscuros en sus bocas como cartas de tarot, contando mi fortuna.

El año en cual yo cumplí 10 años y mi pelo era suficientemente largo para que yo pudiera trenzarlo yo soliita, mi madre se enteró de la escuela dental en Hackensack. Las mujeres blancas en la fábrica estaban llevando a sus hijos allí porque los servicios eran gratis. Mami decidió entonces que yo ya no iba a ver más al dentista cubano en Bergenline Avenue. Era demasiado caro, ella le decía a Papi, y además, añadió ella, —sus dientes solamente se están peorizando.

Yo escuchaba de la puerta de la cocina, pasando mi lengua por mis dientes frontales. Sentían como el lado liso de los dominos, y no como algo que se estaba hechando a perder. Pero eso no había convencido nunca a Mami, ni al dentista cubano, que pensaba que las caries eran mi culpa. —Necesitas dejar de comer los dulces, —decía, mientras que allanaba mi mochila y confiscaba tres pedazos de chicle Bubble Yum, sabor de sandía.

Cuando mi madre llamó a la escuela dental para hacer una cita, me dió el teléfono. La señora que estaba en la línea hablaba inglés. Ella preguntó si habíamos asistido a la clínica en el pasado, y si éramos de bajo ingreso. Mi madre no sabía nada de la segunda pregunta, y yo no sabía lo que quería decir bajo ingreso, ni cual era la palabra para eso en español. Mami y yo nos miramos hasta que le dije a la señora, —no sé. —Ella me dijo que a lo mejor lo éramos, pero que de cualquier madera debíanos traer nuestra declaración fiscal del año pasado.

En el día de la cita, mi madre empacó una bolsa de plástico de A&P con galletas saladas, botellas de agua, jugo de manzana, y un plátano moteado. Tomamos tres autobuses y caminamos por veinte minutos y finalmente llegamos a la escuela dental, un edificio de ladrillo imponente, con un aparcamiento. En la sala de espera, llené los papeles, usando mi mejor letra cursiva. Donde preguntaba por mi historia dental, mi madre dijo que lo dejara sin llenar, pero yo escribí, “muchas caries.”

La recepcionista llamó mi nombre y me mandó a entrar sola. —Después podrás traducir por tu mamá, —dijo, señalando a Mami que se quedara sentada.

Adentro, al otro lado de la puerta grande, el dentista me sonrío. —¿Muchas caries? —dijo, pegando un vistazo a mi expediente. ¬—A ver lo que pasa.

Se llamaba Bruce. No doctor, ni sir, dijo. No más Bruce. Me tomó la mano mientras caminamos, pasando el susurro y el zumbido de los aparatos dentales, las filas de niños arreglados como pollos muertos, sus cabezas bocas arriba, pies colgando de las sillas. Bruce me ayudó a subirme a una silla y sonrió. Tenía los ojos azules y la boca chica, así que cuando sonreía era un gesto pequeño como si estuviera compartiendo un secreto conmigo.

Resultó que yo tenía muchas caries. Bruce estaba contento. Contó dos veces y dijo que tenía todo lo que necesitaba para sus exámenes finales.

Así que cada dos semanas en el quinto grado, yo fuí a la escuela dental. Tenía que salir temprano de mis propias clases. Fuí a matemática y después a historia y por allí entre la abolición de la esclavitud y la Depresión, mi maestra alzó du mirada del libro de texto y dijo, —Concepción, junta tus cosas. Tu madre te espera.

Los niños en la clase chiflaban, —¡Piojos! —pero yo los ignoraba. No era demasiado difícil. A fin de cuentas, en la escuela dental la vida era diferente. Grand era la palabra que había leído una vez por ello. La escuela dental era simplemente grand y me gustaba. Me gustaba mucho.

Yo tenía mi propia silla. Era un trono esculpido de plástico castaño con una escalerita de acero para escalar y almohadillas para mis codos. Era más grande que la silla favorita de mi padre en casa, y Bruce siempre tenía la pinta de haber pasado todo el día esperándome. Me sonrío cada vez y su saco estaba siempre bien planchado (lo último, observado por mi madre). Mientras que el dentista cubano hurgaba en su oficina, un cuarto al fondo de un apartamento estrecho, buscando sus bolitas de algodón, Bruce, en cambio, siempre tenía lista una pila de toallas de mano blancas y calentaditas, y, además, unos baberos rosados. Sus fresas estaban en fila en la bandeja como soldados de juguete. El lavabo estaba en alcance y Bruce me dejaba escupar tanto como me daba ganas.

Al llegar mi cuarta cita, él ya había hecho una gráfica extensiva sobre el tema de mis dientes, dándole un número a cada uno, nombrándolos, decía, para que siempre pudiera encontrarlos.

Bruce era lo que mi madre llamaba “muy simpático.” Preguntó por mi bienestar con frecuencia. —¿Necesitas enjuagarte otra vez? —era su pregunta favorita. Y no pensaba que mis dientes eran demasiado malos. —La mayoría de la gente tienen una carie de vez en cuando —decía, alegramente.

—Yo tengo 13 —le recordaba. —Es porque soy colombiana. —Cuande él paró para mirarme, añadí, —y cubana también.

—¿Cómo? —preguntó Bruce, poniéndome una bolita de algodón en la boca.

—Mi padre dice que viene de familia.

—Bueno, no hay que preocuparse. Ya vamos a arreglarlo.

Estaba emezando a sentir que Bruce iba a hacer exactamente est. No iba a dejar que yo perdiera mis dientes. Pasó muchas horas estudiando mi gráfica, repasando cada diente con cuidado. Me dijo que lo hacía. Mientras tanto, yo le ayudé a él agarrando la copa de [succión que estaba formada como una paja y aconsejándole acerca de cuál era la mejor anestesia (la que tenía sabor de chicle) El sonreía y decía que éramos un equipo bueno. Eso es lo que decía.
   

Al principio de cada visita, Bruce tenía que encontrar el sitio correcto en mi boca para la aguja. Cuando estaba el sitio era equivocado, sentía la punta de la aguja clavando una parte dura de mí y yo le picaba a Bruce en el brazo. Cuando el lo hacía bien, había lo que el llamada “solo el pellizco” de la aguja y le daba el señal de pulgares para arriba, come me había mostrado. Empujaba la aguja en una parte suave de mí mientras que yo esperaba, contendiendo la respiración. Entonces se terminaba y el entumecimiento avanzaba por mi mandíbula y mi mejilla. Me encantaba la experiencia de no sentir la mitad del lado de mi cara. Era como si algo grande me había pasado.

Después de cada visita, salimos a la sala de espera. Estaba llena de mamás, mujeres blancas con revistas sobre bebés tendidas en sus faldas. Estaban esperando y hablando en inglés, y atraz de ellas, lejos en el rincón, estaba mi madre, su cuerpo pequeño y redondo arollado encima de una revista.

Me senté a su lado y Bruce me dijo en inglés lo que yo le debía decir en español. Dile que tienes dos caries en ese diente frontal y vamos a arregrarlos para que no parezca que hay una amalgama allí. Dile que no puedes comer para las próximas dos horas. Dile que tienes que volver la semana que viene para una cita larga para que podamos arreglar esa muela del lado derecho que te está doliendo.

Las mamás blancas escuchaban a Bruce contando todo sobre mis dientes y entonces me miraban mientras traducía. Algunas se rieron despreciativamente, pero peor, todas me miraron fijamente la manera en cual todo el mundo en la escuela había mirado a Lenny Rico cuando lo mandaron a casa por los piojos, su cabeza envuelta en una toalla gruesa y blanca. Sucio. Tan sucio que era necesario mirar.

Hacía todo lo posible para no lanzar mi mirada a las mamás blancas, para no enfrentar sus ojos acusatorios. En vez de mirarlas, escuchaba a la lista de Bruce, traducía para Mami y chupaba al interior de mi mejilla, el lado que no era entumecido. Ponía la piel entre mis dientes y apretaba. Me hacía sentir mejor.

Pero mi madre no se sentía mejor.

Porque mientras Bruce se exitaba por mis dientes malos, mi madre estaba horrorizada y tenía pilas de cosas que yo le debía decir. Dile que no podemos llegar la semana que viene. Hay mucho trabajo en la fábrica. No puedo salir. Dile que tu no quieres sepillarte los dientes. Dile que voy a hacer tu sopa favorita, solo caldito y papitas. Es muy suave para los dientes. Dile que tu padre quiere saber cuanto tiempo esto va a tomar. ¿Cuándo se terminará?

Yo, sin embargo, no quería que se terminara. Yo le gustaba a todo el mundo en la escuela dental. Pensaban que me estaba llendo bien, real swell, como decía el profesor de Bruce mientras que chequiaba mis dientes. Les gustaban mis dientes les gustaba yo. Los otros estudiantes dentales venían a hablar conmigo y a mirarlo a Bruce mientras que trabajaba en mis dientes. A veces hasta tomaban notas. A mi madre, sin enbargo, no le impresionó esta noticia.

En el viaje a casa en el autobús, Mami se durmió. Su cabeza colgaba un poco, tanto que sus rizos caían en frente de sus ojos y su barbilla bajaba a su cuello. ¿Me pregunté sí, en el medio de un sueño, abriera la boca, se caerían sus dentaduras?

Yo la vigilé, notandola flojedad de su mandíbula. Allí en el autobús, nadie se podía dar cuenta de lo de sus dentes. El conductor del autobús no sabía. La gente sentada al rededor de nosotros no sabía. Esa era la cosa extraña sobre los dientes, lo público y lo privado que eran. Nadie conocía los moretones pequeños que cargábamos en nuestras bocas.

En mayo, Bruce vino a mi casa en su carro (un Honda, dijo él) y nos recogió a mi y a mi madre para su examen final porque los buses no venían tan temprano. Me dejó sentarme en frente y bajar la ventana aunque mi madre me dijo que no lo haga. Bruce dijo que estaba bien que yo reciba aire fresca, y cuande le dije eso a mi madre en español, ella sonrió pero tendió su brazo de atraz y pellizcó mi brazo.

               
Mi madre me quería tanto que ni siquiera le dolía, eso es lo que me dijo. 

—A veces, quieres a alguien y duele como loco, —dijo en español.

Yo endendí porque me sentía así acerca de Bruce. No me importaban las agujas. —¿Pero Mami, conmigo no es así? ¿No duele quererme, no?

—Claro ne no. No seas ridícula.

—¿Pero podría doler?

—Ay, sí. Algunos días, ya estoy lista de decirle a tu padre—

—¿Pero conmigo no?

—No.

—¿A quién más te duele querer?

—Cuando se murió tu abuela, eso dolió mucho.

—¿Porque la querías?

—Sí.

—¿Piensas que le dolió a ella?

—No. Pienso que no.

Yo sabía que a Bruce tampoco le dolía. Tenía su manera de despedirse de mí, bien alegre como hacía la gente en la televisión, como si te iban a ver muy pronto. “Ok, bye!” Pero yo quería que fuera diferente. Quería que le doliera un poco.

La escuela dental estaba cerrada durante el verano. Bruce se fue de vacaciones por la costa. Yo pasé los días con mi padre que trabajaba de noche en la fábrica. El armó una hamaca, colocando una punta a la valla y la otra al árbol solitario en la yarda en frente de nuestra casa en Fourth Street. Me ayudó acomodarme en la hamaca y después se sentó en la silla de plástico azul. Yo tenía mis libros (la serie nueva de Sweet Valley Twins de la biblioteca); mi padre tenía sus puros y sus cervezas Budweiser.

—¿Papi, cuándo vamos a la playa?

—¿Playa? ¿Pa’ que necesitas una playa? —señaló con su mano en el humo del puro—. ¿Tienes todo esto y quieres la playa?

La yarda era larga y angosta. El pasto cortado tan corto como el pelo de mi padre.

—No, —dijo¬—. ¿Quién necesita a Florida, eh? Cuando tenemos todo esto.

Puse mis ojos en blanco y mordí el interior de mi mejilla. Mi padre siempre veía cosas que no estaban presentes. Mi madre se burlaba de él, diciendo que era tan tacaño que inventaba cosas. —Así logró casarse conmigo —dijo ella, riéndose.

—Mis dientes casi están terminados, Papi —dije. —Solamente una visita más cuando empieza la escuela.

Exhaló humo y dijo, —cuida tus dientes, mi’ja. Mira lo que nos pasó a mí y a tu madre.

—¿Qué pasó?

—No cuidamos a nuestros dientes.

—Pero dijiste que era porque dientes malos venían de familia.

—Olvídate de eso. No más cuídalos.

Yo suspiré. —Mami dijo que era porque eran pobres.

—Es cierto. ¿Ves lo que nos pasó? No quieres ser pobre, mi’ja.

—¿Cómo se logra ser no pobre?

Mi padre dejó salir una carcajada. —Si supiera eso, sería un hombre rico en Florida.

Ese verano era más largo que nunca. Pensé mucho en Bruce, en si le gustaba allí por la costa, si estaba feliz y nadando y bronceándose como había planeado.

También pasé ese verano, si cuento la verdad, masticando el interior de mi mejilla derecha. Se hizo una rutina diaria. Me metía la piel entre los dientes y la agarraba allí, chupándola como una naranja. Sin que me dara cuenta, la piel se hizo redonda y suave. Se hinchó contra mis dientes. A veces la masticaba y mi boca se llenaba de sangre. Me puse nerviosa pero entonces sabeaba tan dulce, y además cuando traté de parar de chuparla, no pude. Lo hacía en todas partes y nadie me vió nunca. Ni Mami.

Cuando llegamos a la escuela dental ese septiembre, corrí a la ventana donde estaba la recepcionista, puse mis manos en el mostrador, y asomé la cabeza. No estaba nadie. —¡Hola! —grité. —¡Holaaaaa!

Janet, la recepcionista, abrió la ventana. —¿Piensas que esto es un circo o qué?

—Tengo una cita a las dos.

—Lo sé. Trabajo aquí, ¿te acuerdas?

Me dió una paleta roja. —Chúpate esto y cálmate. Yo le diré a Brucely Bruce que estás aquí, y dile a tu madre que tienen que llenar formularios. Es un año nuevo.

Mi silla vieja ya pertenecía a otra persona. Pero estaba bien. Bruce tenía una silla nueva, un sitio nuevo, dijo, porque casi había terminado sus estudios. La silla nueva era rígida pero no importaba. Mi expediente estab allí y Bruce estaba casi tan moreno que yo y sonriendo abiertamente como siempre. Sí, le había gustado la playa. Fue por dos semanas y todos los fines de semana. Comió demasiado helado y miró muchas películas. El próximo año, quería irse a Italia.

Mirando mis dientes, Bruce se puso silencioso y acercó la lámpara tanto que coció un poco mi nariz. —Ok, necesito que me abres tanto como puedas.

Lo hize, cerrándome los ojos e inclinando mi cabeza.

—Un poco más ancho. Ok, rejio. —Bruce movió adentro de mi boca, preguntando, —¿Te duele cualquier cosa?

Manteniendo mi boca abierta, alzé la punta de mi lengua al techo de mi boca y la bajé para sacar la palabra —No.

—¿No?

Negé con la cabeza.

—¿Estás segura?

Asintí con la cabeza y un oleaje se alzó en mi corazón. ¡Tenía una carie! Era casi seguro. Empezé a taconear mi pie derecho contra el izquierdo. Seguramente, esto quería decir que hubieran más visitas con Bruce.

—Ok, ya puedes cerrar —dijo, mirando mi expediente.

—¿una carie nueva? —dije con optimismo.

—No. Ya regresaré.

Esperándolo a Bruce, me preguntó si hoy me iba decir algo. Supuestamente iba a ser nuestro último encuentro. ¿Pidiera verme otra vez? Había dicho que yo necesitaría chequeos cada seis meses. Tal vez me invitaría ser su primera paciente cuando abrira su propia oficina.

El tiempo pasó y Bruce no volvió entonces escuché a escondidas al dentists que estaba a unos pasos.

Estaba haciendo preguntas a un niño, las mismas preguntas que conocía de memoria: ¿dolía cuando comía cosas frías o calientes? ¿Qué clase de dolor era? ¿Un dolor agudo o un dolor embotado? ¿Le despertaba de noche?

    Bruce volvió con su profesor, que me miró en la boca y después hablaron con palabras que yo no podía seguir hasta ue Bruce se volteó hacia mí y me pregunto, —¿Te duele cualquier cosa? —Negé con la cabeza y preguntó, —¿No sientes nada por aquí, en el interior de tu mejilla?

Negé con la cabeza otra vez.

Su profesor dijo que alistará las cosas y se fue. Bajando su silla, Bruce frotó mi mejiilla derecha. —¿Jamás te molesta por aquí?

—No, —dije,

—Ok, —dijo Bruce, asintiendo con la cabeza. —Eso es bueno.

Nos callamos y lo más tiempo pasó, lo más se apretó mi garganta. Yo había hecho algo malo. Lo sentía. Así que miré fijamente a las fresas, duras y grises, y susurré, —está bien.

—Ya veo —dijo, asintiendo con la cabeza. —¿Cómo lo sientes?
Me encogí de hombros.

—¿Duele?

—No.

—¿Te molesta?

Le miré en los ojos. —Está bien.

Bruce asintió con la cabeza y me dió una sonrisa pequeña, pero no era su sonrisa normal. Reconocí el gesto en seguida. Era la misma sonrisa de complicidad que me daba Lizzie Guccini, cuaya madre me donaba su ropa vieja al fin del año escolar. Lizzie Guccini me sonreía como si conociera mis secretos mejor que yo solamente porque yo llevaba su camiseta de lana. Ahora Bruce me miraba en esa manera, como si no tuviera nada, ni mi propia camiseta. ¿Cómo me podía mirar así? Antes de que pudiera controlarlo, abrí la boca pero en vez de palabras o ni siquiera un grito pequeño, la única cosa que salió era el atún que había comido de almuerzo.

Bruce no saltó de su asiento con suficiente rapidez. —Mierda, —murmulló. Su saco blanco estaba empapado con mi vómito. Jaló el lavabo hacia mí y me limpió con el babero de plástico rosado.   Me incliné sobre el lavabo pero no salió nada.

Se sacó su saco, limpió sus pantalones, me hizo enjuagarme tres veces y entonces dijo, —ya vuelvo.

Bruce no regresó. En su lugar, la recepcionista Janet me llevó al baño a limpiarme y me acompaño a un cuarto pequeño con solamente una silla, una lámpara grande, y un mostrador largo con un lavabo. Se fue y yo miré al reloj y esperé, pasando el nudito de piel entre mis dientes y chupándolo. Los más minutos que pasaron, lo más furiosamente chupaba yo la piel. Quería desgarrarlo de mi boca y tirarlo a Bruce y decirle cuanto lo odiaba. Y entonces, montaría el bus y me iría a casa con mi madre y nunca lo vería otra vez. Jamás. Y esperaría hasta que un día todos mis dientes se caerían y yo estaría bien. Perfectamente bien.

Pero eso no pasó. Lo más que yo chupé la piel, lo más mi boca se llenó de sangre y saliva, y lo tragaba todo hasta que un grupo de hombres llegó en sacos blancos. Eran estudiantes dentales y me dijeron lo valiente que yo era hoy. Pero no era valiente. No más le estaba esperando a Bruce.

El profesor, un hombre calvo, insertó una aguja en mis dos mejillas. Todos se inclinaron sobre mi, clavando la vista en mi boca y me cerré los ojos y esperé que vomitara en ellos también. Pero mi estómago estaba vacío, y cuando llegó el entumecimiento, sondearon mi boca, preguntando, —¿Puedes sentir esto? ¿Y esto? ¿Cualquier cosa?

No podía. Pero podía ver al profesor tomando un pedazo de hilo dental, haciendo un lazo y poniéndolo en mi boca. Cerré mis ojos y traté de sentir algo. El hilo dental. El espejito en mi boca. Las bolitas de algodón. Pero no pude sentir nada. Abrí los ojos en tiempo para ver al dentista recoger unas tijeras y ponerlas en mi boca, la espalda del filo deslizando por mis labios muertos.

El cuarto se inclinó entonces y cuando me desperté, mi madre estaba sentada a mi lado, moviendo pelo húmedo de mis ojos, murmurando acerca de “la cirugía.” No podía sentir mi cara. La miré fijamente y sentí que tenía tantas preguntas, pero no tenía las palabras. Y no tenía que preguntarle. Ni tenía que buscarlo. Lo sabía. Sabía que el pedazo suave de mi mejilla, el pedazito que había masticado por todo el verano, ya no estaba más.
 

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